EL OTRO TIRO
Juan desviraba unos tientos en la cocina, a una cuarta del brasero. Tenía frío. Se sentía afiebrado. La mojadura del día anterior, encerrando las overas, le estaba mandando la cuenta. Pero silbaba. Bajito. Siempre silbaba.
Rosa, a cada pasada, lo miraba de
reojo, como midiendo la cancha para ver si podía echar a correr lo que
tenía para decirle. Pero entre amago y amago se fue haciendo noche y el
apurón de cocinar para seis no le dejó tiempo. "En la cama", se dijo; y
con las manos temblándoles entró a picar cebolla.
La "mayora", de paso por la cocina con un atado de ropa sucia, preguntó a su madre si quería que la ayudara; pero ésta se negó con un gesto parecido a una sonrisa:
La "mayora", de paso por la cocina con un atado de ropa sucia, preguntó a su madre si quería que la ayudara; pero ésta se negó con un gesto parecido a una sonrisa:
---No, hija. Terminá con eso y llamá a tus hermanos. Que vengan adentro
ya; que está haciendo mucho frío y en un rato vamos a comer. Ya
bastante han jugado por hoy.
El chiflido de Juan le ahorró el trabajo a la muchacha. Los tres varones que bochincheaban en el patio tenían bien aprendido ese mandato al modo tropero de "¡Adentro!".
El chiflido de Juan le ahorró el trabajo a la muchacha. Los tres varones que bochincheaban en el patio tenían bien aprendido ese mandato al modo tropero de "¡Adentro!".
Rosa lo miró y él sonrió, con ternura.
---¿Te falta mucho? ---preguntó ella, con la vista nublada; y no precisamente por la cebolla.
---No; tres larguitos más y ya'stá.
Entre el "tres larguitos" y el "¡A la mesa!", tres cuartos de hora que
pasaron sin cruzar palabra. Comieron. Rosita y el más chico a lavar los
platos, Juan a armar un negro, Rosa a apurar a los otros dos con las
tareas adeudadas a la escuela, la chacota de costumbre, alguna
reprimenda por las travesuras declaradas y las que no; y la hora de ir a
la cama, que entre una cosa y otra se les vino de atropellada.
---Los chicos ya están dormidos --dijo Rosa; sentándose al filo de la cama para sacarse los zapatos pie con pie.
---Metete ligerito a la cucha que hace frío.
Camisón puesto de apuro, última estirada de cobijas y el brazo en
arco del Juan, abriendo el hueco para encerrarla en un abrazo que,
como cada noche, terminó haciéndose un incendio.
---Juan...
---¿Qué, mi Rosa linda?.
---Tengo que decirte algo.
---Si es por plata, olvidate.
---Es muy serio
Juan vió el relumbrón de un mal anuncio en la mirada de la mujer y se sentó.
---¿Qué pasa?
---Estoy embarazada.
Mordiéndose el labio; con toda la sangre agolpándosele en la cara, Juan se levantó y pegó un puñetazo contra la pared.
---¿Que estás preñada?
Y otra vez, entrecerrando los ojos, como si lo que acababa de escuchar no pudiera entrar en sus entendederas
---¿Preñada?
---Juan. Vení, Juan...
No sabía Rosa. No sabía. Desde el Luisito, cinco años atrás, Juan ya no sirvió "pa' padrillo", como decía para sus adentros cuando el asunto lo atormentaba. Nunca le dijo a la mujer que en aquella rodada con el alazán de Giménez, el apretón en la entrepierna lo había dejado "vacío". No quiso que supiera nunca lo que en el hospital le habían dicho y que él mismo no acababa de entender. Ya iban cuatro hijos. ¿Para qué? No iba a decirle él, justamente, con su orgullo de hombre al que el destino le había puesto una manea: "Ya no sirvo más p'hacer hijos".
A
la aclarada, el sulky de la policía, con el comisario a las riendas y
un sargento de mal mirar apoyado en el pescante, se abría paso entre
algunos peones y mujeres de la estancia que se habían acercado a
curiosear.
En el primer barajar de preguntas, el comisario se
anotició de que esa noche se habían oído dos tiros de escopeta. Pero la muerta tenía "un solo boquete'e perdigones", según el sargento que acababa de revisar el lugar,
---Acá me dicen que se escucharon
dos tiros. ¿Y el otro? --preguntó el comisario, dividiendo la mirada
entre el sargento y quienes decían haber escuchado los disparos.
---En la pared del lado de la cabecera de la cama; a la altura del crucifijo --dijo el sargento.
Y a espaldas del policía, un comedido de los que nunca faltan:
---No se erra un 12 grande a dos metros.
Doña María Luisa, comadrona del pago, lágrima y pañuelito en yunta, dijo al punto:
---El otro tiro no se lo quiso acertar..
El comisario apartó a los curiosos y se acercó a la viejita:
---¿Y por qué piensa eso, doña? ---dijo, poniéndole una mano en el hombro.
---Por piedá, señor comisario.
---¿Por piedad?
---Vea, señor comisario: yo lo traje al mundo al Juan con estas
manos. Como le traje a la Rosa esos cuatro angelitos que aura
quedan güerfanos, con la madre muerta y el padre preso. Es como si
juera mi propio hijo, el Juancito. Un santo, pobre cristo. Aunque haiga
hecho lo que haiga hecho.
---Comprendo, pero... usted me va a disculpar: no le entiendo lo de la piedad
---Vea, señor comisario; yo no he de saber decirle si un tiro era
justicia o no; porque ese crío que la Rosa llevaba en la panza y que
yo lo sabía porque ella vino un día a contarme, no tenía culpa'e nada,
pobre angelito'e Dió. Pero dos tiros eran crueldá; y por más que se
haiga cegao, el Juancito es güeno, no es de hacer crueldades.
En el camino de vuelta a la comisaría, el sargento, que había cambiado el mal mirar por uno de compasión, le dijo al comisario, sin sacar la vista del lomo del caballo: "Pa' mí que el Juan, de dolido por lo que la vida te trajo en desgracia, le sacudió el otro perdigón al crucifijo".
Este cuento me hizo poner la piel de gallina. De quien es?
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